Cómo no pensar sobre el conflicto palestino israelí
Estimados lectores: entregamos el segundo artículo como parte del convenio con el Magazine Sapir Journal para traducir al español artículos seleccionados entre los más destacados. Aquí les presentamos el ensayo de Einat Wilf, coautora del libro La guerra del retorno: cómo la indulgencia occidental del sueño palestino ha obstruido el camino hacia la paz y ex miembro de la Knesset israelí en nombre del Partido Laborista
Einat Wilf
Hace más de un año, antes de la pandemia del COVID, cuando las delegaciones de estudiantes seguían llegando a Israel en aviones, me reuní con un grupo para discutir sobre Israel, el sionismo y el conflicto. Durante la sesión de preguntas y respuestas, un estudiante me pidió que comentara cómo el «color» afecta el conflicto entre judíos y árabes, israelíes y palestinos. Aunque a menudo había escuchado esta pregunta enmarcada en el contexto del racismo, era la primera vez que me preguntaban sobre el conflicto como uno de «color». Reflexionando sobre la pregunta, pensé que tal vez finalmente había acaecido en aquellos que estudiaban el conflicto que, en la medida en que la raza significa cualquier cosa, judíos y árabes definitivamente no constituyen dos «razas» separadas, por lo que tal vez alguien pensó que las variaciones de tono de piel — «color» — darían sentido al conflicto de una manera que los estadounidenses pudieran entender.
Partiendo de que analizar el conflicto en términos de tonos de piel hace tan poco sentido como hacerlo desde la raza, y dado que la charla tuvo lugar en una sala de reuniones de un hotel en Jaffa, simplemente desafié a la joven estudiante a salir a la ciudad, donde la población es una mezcla de árabes y judíos, y que a su regreso me dijera si podía distinguir a los judíos de los árabes basándose sólo en su «color». Incluso sin salir del hotel, admitió que no era probable que pudiera hacerlo. Reuniendo toda mi paciencia obtenida en años de tener que abordar falsos paralelismos y analogías, expliqué que judíos y árabes, israelíes y palestinos están involucrados en un conflicto centenario que se basa en cuestiones de nación, religión, teología, tribus, imperios moribundos, Estados nación logrados, historia y geografía, todos grandes y relevantes lentes desde los que analizarlo. La raza y el color no lo son.
Normalmente, esperamos que la gente trate de entender cosas que son ajenas a ellos colocándolas en marcos familiares y trazando paralelismos con sus propias situaciones. Después de haber discutido el conflicto a lo largo de los años con grupos de India, China, Japón, Europa, África y América Latina, siempre me han llamado la atención los paralelismos que las personas encuentran entre, por un lado, la historia de los judíos, el sionismo y el conflicto y, por otro, las historias de sus propios países, pueblos y naciones. Lo anterior siempre me ha resultado interesante de escuchar y los he considerado un esfuerzo honesto de la gente para lidiar con un lugar y un pueblo que no era suyo.
Pero a diferencia de estos serios intentos de entender un lugar y un pueblo ajenos, algunos paralelismos son mal intencionados, dibujados con el propósito expreso de intervenir en el conflicto en nombre de una parte, o por razones que están más relacionadas con cuestiones internas de las mismas personas que esbozan las comparaciones que sobre el conflicto en sí.
Trazar paralelismos para poner a un lado en el conflicto como el malo y al otro como el bueno podría tener el efecto de reunir apoyo y recursos para el lado que uno favorece, pero tal estrategia es contraproducente, e incluso simplemente estúpida, si el objetivo es realmente comprometerse con los problemas reales en cuestión, resolver el conflicto y lograr la paz. «El mal» siempre debe ser combatido y derrotado, por lo que lanzar el conflicto como una lucha entre el bien y el mal es argumentar efectivamente que no se puede llegar a ningún compromiso hasta que el otro lado desaparezca o firme una rendición incondicional.
La “Estrategia placard”
Durante décadas, los críticos han elegido a judíos, Israel y sionismo como el lado malo en el conflicto a través de su empleo consistente y persistente de la «Estrategia Placard»: utilizando ecuaciones simples como las que podrían aparecer en una pancarta en una manifestación antiisraelí. En un lado de la ecuación están Israel, el sionismo e imágenes como la Estrella de David. El malvado du jour es el otro lado, ya sea imperialismo, colonialismo, racismo, apartheid o — para los verdaderamente determinados — genocidio y nazismo. Más recientemente, se ha agregado “supremacía blanca” a la lista.
La Estrategia Placard es tan eficaz que se emplea en todas partes y en cualquier lugar, desde las Naciones Unidas (Sionismo = Racismo), hasta la Corte Penal Internacional (Israel = Crímenes contra la Humanidad), hasta varios medios de comunicación y redes sociales, donde los oradores antiisraelíes invariablemente logran responder a cualquier pregunta sobre Israel con las palabras «Apartheid», «Racista» y «Colonialista», independientemente de la pregunta o tema discutido. Estos conceptos se consideran una respuesta estándar a los israelíes que publican fotos de sí mismos comiendo helado en Tel Aviv.
La Estrategia Placard nunca ha sido sobre hechos y políticas reales. Si alguna vez hubo un tiempo en el que, al menos, se utilizó para propósitos que tuvieron que ver con el conflicto en sí, ese tiempo ya ha pasado. Hoy en día, las ecuaciones y paralelismos reflejan más las preocupaciones internas de los manifestantes que sobre cualquier problema real en Israel y Oriente Medio.
Vi este fenómeno por primera vez cuando visité Irlanda e Irlanda del Norte hace ya varios años. Mientras viajaba y me reunía con funcionarios, surgió la analogía: Israel = Protestantes / Norirlandés / Gran Bretaña, y los palestinos = católicos irlandeses. Al visitar sitios en todo Belfast, las zonas protestantes enarbolaban banderas israelíes, y las zonas católicas tenían banderas palestinas, creando una sensación inquietante de que el conflicto de Irlanda del Norte, supuestamente terminado por el Acuerdo de Viernes Santo de 1998, todavía estaba hirviendo a fuego lento.
No fueron sólo las banderas: católicos y protestantes describieron el conflicto palestino-israelí con intensa emoción, generalmente junto con una ignorancia notable. Un miembro del Parlamento del Sinn Féin llegó incluso a acusar a Israel de cometer genocidio, que fue cuando me di cuenta de que estas emociones no tenían nada que ver con nuestro conflicto y tenía todo que ver con los suyos. Era como si, con su lucha oficialmente resuelta, los católicos y protestantes no pudieran soltarse, necesitaban una nueva forma de canalizar, experimentar y mostrar toda la gama de emociones intensas que los habían alimentado durante su propia lucha.
Disneylandia de odio
Pero esta vez, por supuesto, no sufrieron ninguna de las consecuencias de esos sentimientos y opiniones. Mi colega Igal Ram una vez llamó a esto un «Disneylandia de odio»: Para aquellos fuera del verdadero conflicto palestino-israelí, es una forma segura — Disneylandia — de experimentar una montaña rusa de emociones intensas perdidas de sus aburridas vidas post-paz (N. de R.: se refiere a la vida occidental luego de las guerras mundiales). En un mundo que en realidad es más pacífico que nunca, y donde las emociones negativas relacionadas con la violencia, como el odio —y especialmente el odio a grupos y colectivos— son menos legítimas que nunca, la continua aceptación del odio hacia Israel perdura. Expresarlo en términos del conflicto palestino-israelí permitió a algunos católicos irlandeses una salida única y segura para la expresión abierta de la emoción menos legítima de todas, el odio, en un mundo donde su propio acuerdo de paz oficial no había logrado eliminar las intensas emociones negativas construidas a lo largo de décadas de conflicto.
Una visita a Sudáfrica me proporcionó una experiencia similar. Especialmente después de la Copa Mundial de Fútbol de 2010, Sudáfrica se había rebautizado con éxito como la “Nación Arco Iris” posterior al apartheid. Pero la situación sobre el terreno era una situación en la que el apartheid y sus efectos seguían existiendo en la práctica, si no en el nombre. Los desafíos de la pobreza rampante, la desigualdad, el analfabetismo y la corrupción azotaban al país. Sin embargo, muchos de los jóvenes que conocí parecían poseídos por lo que consideraban la urgente necesidad de luchar contra el «Apartheid israelí”.
Al notar una vez más la intensidad de sus emociones, me di cuenta de que ellos también habían comprado un boleto para esta «Disneylandia del odio». Sus padres y abuelos habían luchado contra el apartheid en Sudáfrica, pagando un precio alto, pero también experimentando la gloria no sólo de la lucha común, sino de la victoria. La vida para sus hijos no era tan dramática: su trabajo, en cambio, era la aburrida y agotadora labor de resolver los problemas profundamente arraigados que el apartheid había creado. Continuar la gloriosa batalla — simplemente transponerla a una tierra lejana sin tener en cuenta la situación real allí — significaba que podían aprovechar la gloria sin experimentar nada del dolor.
En los Estados Unidos, la discusión sobre el conflicto palestino-israelí se parece cada vez más a esta «Disneylandia del Odio». Si las discusiones estadounidenses sobre el conflicto se centraron una vez en el conflicto en sí y en propuestas políticas específicas diseñadas para avanzar en su resolución, es evidente que esto ya no es así. Al igual que en Irlanda y Sudáfrica, el conflicto se ha convertido en un sustituto de las posiciones estadounidenses, donde los autodenominados guerreros de la justicia social sustituyen la dura y tediosa labor de abordar los desafíos internos con el heroísmo vicario de luchar por el gran ideal de los «Derechos Palestinos».
Estados Unidos está cada vez más alejado de sus años de gloriosas victorias mundiales y libra batallas domésticas. La última guerra que ganó fue la Guerra Fría, y sus recientes guerras «calientes» han sido una serie de líos lamentables; incluso el complejo militar-industrial se ha dado cuenta de que puede vender más armas promoviendo la paz. Las grandes batallas por los derechos civiles y la liberación han logrado tanto que las batallas actuales por la equidad y la igualdad requieren ahora un enfoque constante en cuestiones mucho más tediosas como la infraestructura, la salud y la educación. A falta de estas emocionantes oportunidades para derrotar a los nazis reales en guerras reales, o para lograr ganancias decisivas para los derechos civiles, aquellos que dicen promover la justicia social se han aferrado al conflicto en Israel en un esfuerzo desesperado por aparecer, aunque sólo sea para su propio grupo, como guerreros heroicos por la «justicia». Es como si el conflicto sirviera como una droga alucinatoria para aquellos que buscan escapar de una realidad aburrida y de desafíos tediosos a largo plazo, permitiéndoles imaginarse involucrados en una lucha heroica entre el bien y el mal, donde las victorias son rápidas y definitivas, para ser el Capitán América y salvar el día.
Y así, en un acto de neocolonialismo descarado, la historia estadounidense es vista como el prisma universal a través del cual todas las sociedades deben ser entendidas y analizadas. Ignorando alegremente la especificidad de su propia experiencia, los neocolonialistas encajan la clavija cuadrada del conflicto en el agujero redondo de la historia estadounidense. Los judíos son extrañamente elegidos como «blancos», y el sionismo como un movimiento de «supremacía blanca», mientras que los árabes, que se parecen exactamente a los judíos (¿Fauda, alguien miró la serie?), son elegidos como «personas de color». El conflicto palestino-israelí se proyecta como un espejo de las relaciones raciales en Estados Unidos, pero sin el contexto local relevante de esclavitud, Jim Crow, o ninguna de las especificidades de la historia judía, árabe o de Oriente Medio.
Dado que estas analogías no tienen nada que ver con Israel y sí todo con las proyecciones de cuestiones y animosidades internas, la mejor respuesta es simplemente negarse a darles el respeto de tratarlos como argumentos honestos y descartar la pretensión de que estas cuestiones tengan algo que ver con Israel o el sionismo. A lo sumo, la respuesta debe reconocer y abordar las cuestiones internas subyacentes en lugar de su máscara antisionista.
La ironía es que el conflicto palestino-israelí tampoco proporciona mucho en el camino del heroísmo. Es uno de los conflictos menos violentos del mundo, lo que lleva a muchas menos muertes violentas de las que la mayoría de las ciudades estadounidenses experimentan cada año. Los contornos de la lenta separación entre el Estado de Israel y un Estado palestino emergente están cada vez más definidos, e israelíes y palestinos continúan su estrecha cooperación en materia de seguridad. La creciente normalización entre Israel y muchos Estados árabes apunta a un agotamiento regional con «el conflicto», y a la sensación de que Israel es parte integral de Oriente Medio. Un gris opaco envuelve una región que una vez pareció prometer grandes batallas entre el bien y el mal, blanco y negro, Armagedón y salvación.
Sin embargo, en un mundo donde mucho se colorea en gris opaco, el mercado del blanco y negro es tan fuerte como siempre. Si israelíes, árabes y palestinos de carne y hueso y de la vida real no van a proveer la gran batalla por el bien y el mal, entonces aquellos que son adictos a esta droga alucinatoria tendrán que inventarla.
Sí, hay maneras serias, complicadas y apropiadas de entender el conflicto entre Israel, sus vecinos árabes y los palestinos. Ninguna de ellas incluye una gran batalla entre el bien y el mal. Pero puedo testificar que cuando me siento con el público y hablo de la historia del declive otomano, o del surgimiento de estados-nación para reemplazar los imperios en retroceso, o la interacción de varios intereses imperiales y de la Guerra Fría con los de varios grupos étnicos y religiosos, los ojos de la mayoría de la gente se deslumbran. Quieren saber: ¿Quiénes son los buenos? ¿Quiénes son los malos? ¿De qué lado debo ponerme, quién está mi equipo?
Pero israelíes y palestinos, judíos y árabes, no son equipos deportivos. No son sustitutos del bien y del mal, símbolos para las luchas en su propio grupo mucho más cerca de casa, no son una droga para generar sentimientos intensos en una realidad aburrida. Israelíes y palestinos, judíos y árabes, son personas reales. Están luchando para resolver conflictos de siglos de duración, y lo están haciendo lentamente. Ese es un uso mucho mejor que servir como apoyos y daños colaterales en las historias de moralidad interna de otros países, dando una salida para que las personas canalicen emociones negativas con las que deberían estar lidiando por su cuenta. Por eso, cada vez más, israelíes e incluso palestinos observan los intensos debates que tienen lugar en medio mundo en su nombre y se quedan preguntándose: ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros?
Aparecido originalmente en inglés en Sapir Journal https://sapirjournal.org/social-justice/2021/04/eight-tips-for-reading-about-israel/ Volumen 1 Verano 2021.